Por el Tio de la Copa:
En cierta ocasión, cenando en verano con amigos en la terraza de un asador, pedimos una botella de vino y nos dispusimos a hincarle el diente mientras llegaban nuestros platos. Inmediatamente un amigo me comentó que el vino estaba mal y que nos tenían que cambiar la botella. Al acercar mi nariz pude comprobar que no es que estuviera mal, si no que parecía que lo habían sacado recientito de la parrilla. Aún así, mi buen amigo pidió una nueva botella y ¡ta chan! el vino estaba igual de caliente e igual de imbebible. Rápidamente lo solucionamos con una buena cubitera llena de hielos y agua, no sin antes recibir la mirada tipo Kathy Bates en Misery del camarero.
Y es que la temperatura del vino es fuente inagotable de anécdotas y acontecidos.
En este asunto, como en otros muchos órdenes de la vida, lo mejor es ir a lo sencillo, ver qué dicen los clásicos del tema y luego tratar de hacer una adaptación a nuestros días del consejo de los sabios. Uno de mis clásicos preferidos es Perogrullo, al que sigo desde hace no pocos años. Pues bien, el ínclito maestro de lo simple, nos dice que el vino es, por encima de cualquier otra consideración, una bebida.
Probablemente todos lo sabíamos pero muchos no lo tenían del todo claro. Pues sí, el vino es una bebida sin más y, como tal, sirve para calmar la sed.
Bien es cierto que no es una Mirinda, pero desde luego que tampoco es, bajo ningún concepto, una bebida exclusivamente para catar. El vino no lo elabora el bodeguero para que sea objeto de estudio de cuatro eruditos; antes bien, el vino lo elabora poniendo todo su amor en él para que el que tenga la fortuna de bebérselo lo disfrute desde el primer trago hasta que la botella se rinda.
El poder apreciar los matices que tiene un vino en concreto respecto a otro, una uvarespecto de otra o una añadarespecto de la precedente sin duda que enriquecerá el disfrute del que en ese momento sujete la copa, pero en ningún caso será la cuestión esencial de un vino. Es más, podemos encontrarnos con el caso (se da, os lo juro que lo he visto más veces de las que quisiera) de que alguien se dedique a catar un vino diseccionándolo como si fuera un hámster en un laboratorio y, al final, se olvide de disfrutar de esa buena copa de vino.
Traigo todo esto a colación por lo que comentaba al principio: la temperatura de servicio del vino.
¿Hay una temperatura adecuada fuera de la cual no exista la salvación? Pues sí y no. Me explico.
En la escala de grises que conforma la temperatura de los vinos existe un mínimo y existe un máximo. Ambos extremos se definen con una base física, pero en cualquier caso el sentido común nos dirá que es absurdo beberse un vino fuera de ese rango de temperaturas.
Cuando nos perpetran un vino a 21ºC o más, entra en escena un viejo conocido nuestro, de los aldehídos de toda la vida: el aldehído etílico o etanal. Este es un compuesto que se deriva de la fermentación alcohólica, presente en todos los vinos y cuya fórmula estructural es CH3CH0 (no confundir con Chencho, niño perdido y hallado por Pepe Isbert en la Plaza Mayor). Es a partir de esa temperatura que este compuesto se volatiliza y, con su fuerte aroma alcohólico, inunda la copa quedando por encima del resto de aromas (notas minerales, compotas, frutos secos, etc.). O, dicho de otro modo en román paladino, que si nos sirven un vinoa esa temperatura nos podemos olvidar de intentar apreciar detalle alguno.
En el otro extremo, si la temperatura desciende por debajo de los 6ºCnos quedaremos con una bebida fría completamente plana, ya que no se volatilizará ningún componente de la materia olorosa del vino. Será lo más parecido a beber agua.
Pero decía antes y repito ahora, que los límites los marca la física pero, antes de llegar a ellos, debemos aplicar la lógica. Entre estos dos extremos vemos la manera en que la expresión en nariz del vino se entrelaza estrechísimamente con la temperatura de servicio de este.
Ahora bien, es importante hacer una pequeña aclaración que seguramente todos tengamos en la cabeza en este momento: que no es lo mismo un vino blanco que uno tinto.
Efectivamente, los límites inferior y superior son relativos en función del tipo de vino. Los vinos blancos, al no hacer la fermentación maloláctica (sí hacen la alcohólica pero no esta segunda), son más ácidos por lo que, tomándolos a una temperatura más baja, potenciaremos la parte positiva que esa frescura y acidez tienen y dejaremos de lado el carácter acervo que, caso de aumentar la temperatura, sin duda nos inundaría la copa.
Por su parte los tintos, que sí hacen la fermentación “de invierno”, son más dóciles y sedosos (la maloláctica es responsable de los agradables aromas lácteos, de bollería, mantequillas, etcétera y de un sedoso paso por boca) con lo que admiten una superior temperatura, que potenciará estas y otras notas primarias, secundarias y terciarias.
Dicho todo esto…venga, me mojo y bajo a la arena. Yo aconsejaría las siguientes temperaturas para el consumo de los vinos: los tintos jóvenes y crianzas alrededor de los 13-14º; los reservas y vinos más sutiles y/o complejos algo más calientes, pero nunca más de 17º. Para los blancos y rosados todas las temperaturas bajan, los jóvenes estarán perfectos entorno a los 9-10º y los más complejos (fermentados o criados en barrica) los podremos degustar en su plenitud alrededor de los 13º.
Y ahora un consejo: si hay que pecar, que sea de frío ya que siempre podemos calentar la copa con nuestras manos o con el ambiente del sitio donde estemos (chambre…). Luego, una vez terminada la botella, si queréis seguir pecando…
Y finalizo con una súplica: no llaméis al vino “caldo”. No es un caldo (aunque el DRAE incluya la acepción y a los periodistas les encante) es un vino. Al que llame caldo al vino deberían servirle siempre un buen aldehído a 25º, para que espabile…