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martes, 10 de julio de 2012

Santorini (II), de burros, volcanes y puestas de sol


Como decíamos ayer…

Cruceros llegando a Santorini
Ya era otro día y hacía el mismo calor. Dimos cuenta de otro fantástico desayuno y nos fuimos hacía el puerto, dónde nos esperaba un barco para realizar una curiosa excursión.



El destino no era otro que el centro de la caldera volcánica, dónde asoma el volcán en forma de isla, Néa Kaméni. El paseo por ese raro paisaje merece la pena, básicamente porque desde allí se ven los acantilados de la isla. La parte mala es que hace el mismo calor, no hay ni una sombra y encima, ¡el suelo tiene calor propio!, hay zonas en las que se ven columnas de humo y huele a azufre… digamos que no es lo mejor para abrir el apetito.





El embarcadero de Néa Kaméni

Caminando por el volcán


Un consejo, llevaos agua.


Tras el paseo, volvimos a embarcar, pero no para volver, sino para ir hacia otro lugar de la isla dónde poder bañarnos en aguas “termales y marinas”. Me explico, hay una zona en la que bajo el agua, el calor de las emanaciones volcánicas hace que ésta esté aún más caliente y de un peculiar color rojizo.

La verdad es que parece una aventura interesante, lo malo es que consiste en pasar más calor, vamos, que cuando el agua está más caliente que el aire y éste supera los 35ºC, sinceramente, no le veo el encanto, ¡y encima el bañador se te tiñe de rojo!.



Bañándonos en las aguas del volcán


Tras el baño pusimos rumbo hacia un pequeño acantilado que es el resto del cono volcánico que queda después de la brutal erupción que en torno al 1600 ac. dio a la isla su forma actual y causó el final de la civilización cretense.

Allí hay un chiringuito de lo más cutre dónde te dan de comer según las especialidades marineras típicas de la isla, ósea, pulpo a la parrilla y brochetas de langostinos. Menos mal que tenían cerveza fría, empezaba a pensar que moriría deshidratado en las Cícladas.

Y por fin volvimos, llegamos hasta un embarcadero al pie de una rampa de una pendiente imposible que te lleva hasta las cercanías de Oia (se pronuncia Ia). Pero la excursión no había acabado, aún quedaba la gracieta para los turistas, que no es otra que subir esa rampa a lomos de un burro. Sí, un burro.

Y allí estaba yo, enfrentándome al dilema de subir andando aquella cuesta y enfrentarme a la posibilidad de morir debido a un golpe de calor a mitad de camino o atreverme a subir a un burro que probablemente se despeñaría por el acantilado, en este caso, justo al final de la ascensión.

En fin, como no quería seguir sudando, me subí al burro.

No sé si los burros trotan o galopan, ¡el mío iba a toda leche!. Tomaba las revueltas derrapando, a mi se me caían los empastes y estaba totalmente… acongojado.

Os lo digo en serio, he tenido la suerte de probar a conducir un monoplaza de 200 cv. en un circuito y nunca he tenido tanto estrés como a lomos de aquel bicho. Y encima, cuando llegué a la cumbre, harto de la experiencia me bajé lo más rápido que pude, vamos, que me arrojé y entonces un griego cabreadísimo me echó la bronca de mi vida, porque resulta que cuando el burro nota que te bajas, se da la vuelta y emprende el camino de vuelta, lo que puede provocar un accidente al cruzarse con los que suben a los turistas. Así que ya sabéis, ¡no os bajéis del burro hasta que el griego gesticulante te da permiso!.

Bueno, ya estábamos arriba y teníamos que hacer tiempo para ver el gran acontecimiento: la puesta de sol que muchos consideran la más hermosa del mundo. Yo tenía mis dudas, he visto ponerse el son en Finisterre y en las Cíes y creo que no veré otras mejores, pero en fin, había que probar.


 


Nos tomamos una cerveza en una terraza sobre el volcán y paseamos por la ciudad, que cada vez estaba más llena de turistas, porque no sólo los que se alojan en la isla, sino los que vienen en los cruceros, suben todos a Oia a ver el anochecer.


Cruceros llegando a Santorini


 
Había españoles, pero sobre todo, pudientes jubilados alemanes, ingleses, americanos, etc… que son objeto de timos por parte de desaprensivos vendedores ambulantes que anuncian botes pequeños de alcaparras en vinagre… ¡¡¡¡a 12€!!!!, en serio, cuando ojiplático me quedé mirando al vendedor que los anunciaba, éste, al ver mi aspecto me dijo:

- ¿Español?.

- Pues sí…

- ¡Largo!, son para los ingleses.

Cada vez había más gente y había que buscarse un sitio, al estar las casas “colgando” por el acantilado, esto puede ser sencillo, yo me subí al tejado de una casa, que era la terraza de otra y allí esperé.


Agolpados esperando el anochecer

Pero entonces ocurrió lo mismo que la noche anterior, una densa bruma húmeda y tórrida comenzó a adueñarse del paisaje mientras el sol descendía hasta el punto de que la puesta de sol se convirtió en un espectáculo brumoso de colores anaranjados a través de la niebla de la sauna griega. Decepcionante.





Y se hizo de noche y había que volver al hotel, al otro lado de la isla, en la zona baja, así que, a bordo de nuestro Hyunday, que no tenía faros antiniebla, comenzamos a recorrer el camino por una carretera sin señalizar, en la que sabías que al lado derecho, en algunos tramos había un acantilado descomunal y detrás un autobús lleno de jubilados escandinavos conducido por un griego loco que conducía poseído haciendo uso del cláxon y arrimándose como el tipo del camión de la peli de Spielberg.

Os aseguro que lo pasé mal hasta que el tipo tomó el desvío hacia el puerto y yo fui hacia el hotel, donde me esperaba una deliciosa cena al borde de la piscina justo antes de irme a la cama a disfrutar de otra insalubre noche de calor y pegajosa humedad.


Y si alguien deduce de mis palabras que no me gustó, está equivocado, ¡¡quiero volver!!.


Aún pasamos un día más en la isla, pero nos dedicamos a descansar en el hotel, no pudimos ir a visitar las ruinas de Acrotiri, estaba cerrado, por lo que bueno, disfrutamos de un día de relax y piscina.



Relax piscinero


Aún quedó algo curioso y divertido (más o menos), teníamos que volver a Atenas. El barco salía por la tarde y era el mismo con el qué habíamos llegado, estábamos escarmentados e intentamos buscar un sitio dónde pasáramos menos calor, aunque iba a ser complicado.


Allí había cientos de personas hacinadas en las cubiertas intentando escapar del sol. De nuevo, familias enteras comían pepinos y bebían café, ¡a la vez! y algunos jóvenes intentaban perder el conocimiento bebiendo toda la cerveza posible.


A las dos horas de aquel infierno decidí mandarlo todo a tomar por saco y me colé en la zona de primera, me senté en una comodísima butaca en un salón con aire acondicionado mientras veía un peli en griego, una gozada.


Y entonces, como no podía ser de otro modo, apareció una revisora, mi placer había durado menos de un cuarto de hora. Decidí hacerme el loco, pero cuando me tocó en el hombro le tuve que enseñar mi billete, ella lo miró y en español, me dijo:


- Bien, buen viaje señor.

-  ¿¿¿???

¡¡¡¡teníamos billetes de primera!!!!, ¡¡¡la madre que me…!!! y nosotros pasando calor.


Moraleja: Ve a la zona de primera, siempre hay tiempo para que te echen.


 




 

miércoles, 6 de junio de 2012

Santorini (I), la llegada



La crónica de hoy responde a un viaje que realizamos hace ya algún tiempo, antes de que la tormenta financiera arreciase sobre las costas del Egeo, pero bueno, supongo que no habrá habido muchos cambios sobre lo que aquí contamos.

 
Viajamos desde Madrid hasta Atenas, ciudad a la que llegamos a las 23:00 horas (atención, allí hay una hora más que en España) y muy rápidamente teníamos que llegar a nuestro hotel. Teníamos prisa porque apenas 6 horas después embarcaríamos en un ferry que nos llevaría hasta las costas de Santorini (Thera) una de las islas más famosas y hermosas de todo el Mediterráneo.



La verdad, fue bastante precipitado, de hecho creo que nos podríamos haber ahorrado la noche de hotel, podríamos habernos ido hacia El Pireoy esperar allí al barco, pero en fin, no conocíamos la ciudad, ni las distancias. Pero esa es otra historia, ya hablaremos en otra ocasión de la locura ateniense.
En fin, sin apenas haber dormido, engullimos un desayuno especial que nos prepararon en el hotel y nos fuimos en taxi hacia el puerto cuando aún no había amanecido.

El Pireo antes de amanecer

Hacia las 6 y media de la mañana embarcamos en un enorme ferry que nos llevaría, tras una travesía de 8 horas, hasta la hermosa Santorini.

 
Y aquí surgió el primer problema, los billetes. Como es lógico, estaban escrito en griego, quiero decir, con letras griegas, vamos, que no teníamos ni puñetera idea de que tipo de billete teníamos. Así que nos colocamos en la cubierta de popa, en un rincón dónde poder sentarnos e incluso tumbarnos para intentar dormir un poco…

 
A las 8:00 horas el barco soltó amarras, la mañana era preciosa, llena de luz. En los muelles cientos de mercantes y de todo tipo de embarcaciones, mostraban la naturaleza del pueblo griego, que siempre ha mirado al mar y a las tierras que hay más allá, a lugares que explorar y conocer.

 
Digamos que las primeras horas fueron maravillosas, disfrutábamos de la brisa marina y el sol acariciaba nuestros rostros… pero… empezaba a acariciar demasiado.

 
Teníamos un problema, en la cubierta apenas había sombra, dentro, el espacio estaba abarrotado por cientos de familias griegas que ocupaban todos los rincones posibles, que no se cortaban en desplegar manteles y viandas que compartían ruidosamente (y luego dicen que los españoles hablamos alto, mete a dos griegos en un lugar abarrotado y sólo los oirás a ellos), especialmente pepinos y litros y litros de café frappé.

 
El Ferry hace escalas en islas como Paros, Naxos y alguna más que no recuerdo… y cada vez hacía más calor.

Puertos del Egeo

Hubo un momento en que el hacinamiento era espectacular, decenas de personas nos apretujábamos en el poco espacio sombreado que había en la cubierta, el sol era implacable. Alrededor del medio día la situación era insoportable, ¡qué calor!, recuerdo que compartimos un poco de charla con una pareja estadounidense que al enterarse de que éramos españoles nos dijo:

 
¡España, qué bonita!, pero no nos hemos atrevido a ir porque hace mucho calor.

¡¡¿Cómo?!!, ¡pero por Dios!, ¡en ningún lugar del mundo hacía más calor que en la cubierta de ese barco!.

 
Y mientras, yo envidiaba a los pudientes viajeros de primera clase que iban sentados en cómodas butacas con aire acondicionado…


Os ahorraré más desagradables momentos del viaje.

 
Bien, pasadas las 14:00 horas llegamos al puerto de Santorini. La llegada a la isla es sencillamente espectacular, cuando el barco comienza a penetrar en el espacio de la antigua caldera del volcán, cuando aprecias los inmensos acantilados y las casas blancas de tejados azules que parecen sostenerse increíblemente colgadas… se te encoje el corazón, ¡hasta los griegos callaron!, el espectáculo es grandioso, sólo por eso merecieron la pena las penurias del viaje.


Una vez desembarcados nos hicimos con un transporte que nos iba a llevar hasta nuestro hotel, el Nine muses, que se encontraba en el otro lado de la isla, en la zona baja, la que tiene “playas”. El problema es que para salir del puerto, hay que escalar (que no conducir) por una carretera imposible, que bordea precipicios sin protección. Acongoja, os lo aseguro.



Bueno, pues ¡por fin!, llegamos hasta el hotel, un oasis, un lugar precioso y aislado en el que relajarse iba a ser muy fácil.

¡Pero teníamos hambre!, era muy tarde y tras registrarnos y acordar cómo alquilar un coche para el día siguiente (madre mía del amor hermoso, ¡qué aventuras vivimos con el coche!) pusimos rumbo a la playa, dónde nos dijeron que podríamos comer algo.


 
Se notaba que no era temporada alta (era finales de septiembre, no puedo ni remotamente imaginarme el calor en julio), el camino hasta la playa se hace entre huertos y villas locales de peculiar arquitectura anti-terremotos y allí, en un chiringuito playero estilo griego, dimos buena cuenta de algunas especialidades helenas, como el tsatsiki y la taramasalata, ¡me pierden!, ¡me parecen deliciosos!.

Volvimos al hotel, un baño y un descubrimiento. Si creía que hacía calor durante el día, ¡lo de la noche fue algo horrible!. Resulta que al caer el sol una espesa niebla cubre la isla, ¡cada noche una niebla cálida y bochornosa!, ¡una auténtica sauna griega!.
Bueno, volvamos a la historia.

A la mañana siguiente, tras un maravilloso desayuno, nos subimos a nuestro pequeño Hyundai Atos y pusimos rumbo a los pueblos de la isla, ¡porque tiene varios!, ¡y son preciosos!. Ahora bien, tuvimos una idea espantosa, ir a la única playa arenosa de la isla y eso, no os lo recomiendo, a no ser que os guste el agua repleta de algas y la arena rebosante de colillas. Salimos espantados y recorrimos varios pueblos, todos ellos blancos, de tejados azules y pulpos secándose en los balcones.

Una casa típica

 
Llegando la hora de comer fuimos a Thira, la capital. Allí dejamos el coche y buscamos afanosamente un local con aire acondicionado, porque, de veras, en pocos sitios he pasado más calor.


 
Las calles de Thira son estrechas, empinadas, de casas blancas y rincones increíblemente hermosos y casi desde cualquier sitio puedes ver el volcán y los barcos de los turistas llegando y partiendo.

¿Vértigo?

El volcán

Allí disfrutamos de una deliciosa comida a base de pescado, entrantes tradicionales, ensalada y un fantástico vino blanco típico de la isla (atención, ¡importante!, en Santorini hay vinos locales realmente fantásticos de los cuales hablaremos algún dia, no hagáis el turista y pidáis vinos tradicionales de retsina, de veras, no merece la pena).


 
Era hora de volver al hotel a relajarnos un poco, el día anterior apenas habíamos dormido y para el día siguiente teníamos programadas mil y una cosas, como una excursión al volcan y contemplar una puesta de sol en Oia. Algunos dicen que la más hermosa del mundo, no puedo asegurarlo, ya averiguaréis por qué…



Y bueno, os dejo con un video divertido que muestra las andanzas de unos pulpos enamorados en Santorini.